Prólogo de Pablo d'Ors
Cuando el niño aprende a caminar y se cae incontables veces, nunca atina a decir: «Quizá, esto no sea para mí».
En la vida se consigue mejor aquello que se corresponde con la entrega y la donación amorosa que asume quien se muestra como realmente Es. Y, ¿quiénes mejor que los niños para encarnar el Ser con toda su plenitud con independencia del hacer o quehacer que ejerzan o se les asigne?
El ingente esfuerzo por hacer y seguir haciendo lleva al vértigo, propio del adulto que sustituye ser por hacer. Sin embargo, la entrega incondicional prioriza el Ser desde el éxtasis vocacional de saberse en la senda de lo que está llamado. Y todos, con independencia de la edad que tengamos, estamos invitados a mantener las virtudes que nos son propias e intrínsecas por haber cursado esa primera escuela de vida llamada infancia.
El niño juega viviendo el presente sin pensar en el día anterior ni en los días siguientes y sabe que su familia (prójimo) está siempre presente.
Quien se acerca al otro no se agranda pues trasciende la realidad de la forma para avanzar en construir una más profunda que es la del contenido: “La ciencia hincha, el amor edifica” (1 Co 8, 1). Los niños bien lo saben mostrándose como son, sin aparentar ni simular lo que no son.
La única grandeza es la que se circunscribe al amor que comprende y acepta, cuida y protege a quien tiene delante, sean amigos o parientes. “Yo soy Tú”, “Tú eres Yo”: Observación, Compasión y Determinación conducen a ese Ser hacia el otro que lo acoge, vincula y lleva a plenitud enteramente.
«De cierto os digo que, si no os volviereis o fuereis como niños, no entraréis en el reino de los Cielos» (Mateo 18, 3)
Compartimos sociedades formadoras de un ser humano exitoso, competitivo y productivo que transforman la identidad en justificación social y económica ignorando que detrás de ese «hacer» hay un adulto que esconde a un niño que no renuncia a dejar de serlo y que aspira a mantener encendida la llama del «ser» que diluya pensamiento y no renuncie nunca al sentimiento que debe seguir caracterizándolo.
Promocionar una educación de tipo humanista basada en la meditación es un imperativo actual y vector de orientación cristiana. En Jesús, tenemos al Hijo que cual niño noble y consecuente nunca olvida su raíz y origen; el cuidado atento de su propia familia y amigos, para asumir finalmente, la vocación que recibe del Padre de Ser Camino, Verdad y Vida.
Cuando éramos pequeño queríamos “Ser grandes” y nos preguntaban ¿qué íbamos a “Ser de mayor”?
Al emulador, sustituto del ser humano auténtico que no cree en su Ser y no “crece”, a pesar de sus arrugas y canas, “le molará” tornarse conspirador de permanentes y desgastantes contiendas desde el “¿qué dirán?” (al postergar la opinión personal que no cuenta) postergando la pregunta del millón: «Y yo, ¿qué digo?»
Nadie, en su sabio juicio (que como adultos no siempre tenemos) debería manifestar ni aventurar lo que no ha podido experimentar humana e intensamente. No debe darse lo que no se tiene vivenciado ni puede exponerse con la seguridad de compartir e ilustrar el aprendizaje de lo padecido. Los niños bien lo saben cuándo no cuentan lo que no les pasó ni sus lágrimas se vierten sin que antes haya habido decepción o dolor.
Con la venia de la autora, nos animamos a decir, sin ambages, ni dudas: «De mayor, queremos ser niños».
La palabra nos distingue de los otros; el silencio (a través del mindfulness), sin embargo, nos une. Y la unidad es el misterio.
El silencio es la inefable respuesta al misterio y el misterio mismo. Porque podemos sentirnos orgullosos de nuestras palabras, pero nunca podremos enorgullecernos de nuestros silencios. Y cuánto más temprano lo consigan los niños, mucho mejor para incardinarlo en su adultez.
Y todo esto a propósito de la presente obra escrita por Carmen Jalón. Tengo por Carmen un gran afecto y consideración y sé que las palabras que ha sabido redactar, teniendo presente la meditación dirigida a niños, han surgido del silencio del que estoy hablando, de esa pasión, de la intuición de la misteriosa fuerza de quien, como adulto, mantiene las virtudes que adolece e inspira la infancia que precedió a lo que hoy somos y nos disponemos a seguir siendo.
Pablo d'Ors